Los hechos aislados forman una cadena en Afganistán:
Otro loco solitario. Otro militar que desobedece órdenes y pone en peligro los objetivos de la misión. Otro hecho aislado que concede un gran triunfo a la propaganda del enemigo. Las explicaciones y peticiones de disculpas se repiten, también esta vez al más alto nivel, pero la última matanza de Afganistán revela que la maquinaria de control de daños que con tanta rapidez se movió en casos anteriores da ahora muestras de estar oxidada.
El ex portavoz del Departamento de Estado Philip Crowley parece haberse rendido a la evidencia. Tantas veces habrá dicho que hechos como este no son representativos que ya no tiene fuerzas para mantener esa línea argumental. Lo compara con el impacto que tuvo la ofensiva del Tet, porque las opiniones públicas de ambos países nunca podrán volver a las posiciones anteriores. El abismo que se abre entre ellas es imposible de superar.
Uno esperaría que Newt Gigrinch se lanzara a uno de sus alegatos irrisorios de costumbre, por ejemplo criticando a Obama por presentar disculpas como hizo con el incidente de la quema de los coranes. Hasta él ha sufrido de un repentino ataque de sentido común. La misión ya no es factible y es hora de ponerle fin.
El sargento –cuya identidad aún se desconoce, aunque se sabe que había estado destinado tres veces en Irak y que había llegado a Afganistán por primera vez en diciembre– salió solo a las tres de la mañana de su base y dio inicio a la locura en dos pueblos cercanos del distrito de Panjwai, en la provincia sureña de Kandahar. Mató a 16 personas, incluidos nueve niños, de forma fría y metódica. Cubrió los cadáveres de varias de sus víctimas con mantas y les prendió fuego. Regresó andando y se entregó a una patrulla de soldados que había salido en su búsqueda.
Hay una constante que se repite en todas las guerras en las que interviene un Ejército extranjero. Al final, la responsabilidad de todas las desgracias termina recayendo sobre los que llegaron de fuera. En algunos casos, es obvio que es así. En otros, no. El extranjero es el elemento extraño que proviene de una cultura diferente y que es incapaz de entender las costumbres locales. Con independencia de cuáles sean sus intenciones, y siempre se suponen las peores, es el responsable de que no haya manera de acabar con el horror. En una lucha entre milicias, la de fuera siempre lo tiene más difícil. Y el Ejército norteamericano es la mayor milicia que opera en Afganistán.
Los historiadores pueden decir, y con razón, que todo lo que ocurre en ese país es una continuación de una guerra civil que se inició a comienzos de los años 70 en la que los extranjeros siempre jugaban el mismo papel. Pero la memoria histórica de la gente no suele ser tan amplia. Lo que saben es que las tropas norteamericanas llevan una década prometiendo que el fin del sufrimiento está cerca, que ya se intuye en la distancia el momento de la normalización. Y no es cierto.
Cambia la estrategia pero no la última razón de ser de todas las operaciones militares. Hay que continuar matando hasta que no quede ningún enemigo vivo. El soldado probablemente desquiciado lleva esas órdenes hasta sus últimas consecuencias.
A veces, es un grupo de soldados el que elabora su propia estrategia. El Ejército como colectivo es omnipotente. Su superioridad de medios sobre el adversario es abrumadora. Y los muchachos del ‘Kill Team’ comienzan a coleccionar trofeos. Todos ellos ven a los afganos como el auténtico enemigo. Matarlos de forma indiscriminada no forma parte de las órdenes que reciben, pero sí del sentido de su presencia en Afganistán.
¿Cómo diferenciar la locura personal del instinto homicida? Pasa el tiempo, se suceden los ‘hechos aislados’ y en última instancia los comunicados propagandísticos pierden su eficacia, si alguna vez la tuvieron. Philip Crowley habrá escrito muchos. Ya no se los cree ni él.
EEUU promete que la matanza de Kandahar será investigada hasta sus últimas consecuencias y que su autor pagará por los crímenes.
No fue lo que ocurrió en Haditha. El responsable de la unidad que mató a 24 iraquíes, incluidos siete niños, terminó siendo castigado con el confinamiento en la base durante 90 días y la pérdida de su rango de sargento. Como todo ocurrió después de la explosión de una bomba que mató a uno de los militares, todo lo que pasó estaba justificado o era inevitable, aunque hubiera que lamentar el resultado. Una semana antes de los hechos, ese mismo sargento le había dicho a uno de sus compañeros: “Si nos atacan otra vez, vamos a matarlos a todos en esta zona”.
¿Premeditación? No, según el final de ese proceso judicial, sólo lo que llaman en inglés “the fog of war”, la zona de incertidumbre y ambigüedad que convierte a la guerra en un escenario impredecible donde las decisiones son por definición moralmente discutibles. La mejor forma de justificar cualquier exceso.
Cuando las atrocidades se repiten una y otra vez, ¿dónde queda la excepcionalidad del hecho, su carácter singular por deplorable? Una vez es accidente, dos veces es una coincidencia, tres veces es una costumbre. Y no hay costumbre más extendida en una guerra que la de matar.
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