Imaginen un pequeño país en una isla caribeña o en mitad de las montañas que decide legalizar los servidores de Internet piratas y hace del secreto digital su principal negocio. Imaginen que ese país rechaza los convenios sobre copyright y permite que florezcan los megauploads para beneficio propio a costa de Hollywood o de Apple. ¿Cuánto tardaría la comunidad internacional en imponer duras sanciones, incluso embargos comerciales? ¿Permitirían Estados Unidos y la Unión Europea que esa cueva de ladrones estuviese conectada al resto de Internet? ¿Tolerarían los países ricos que los megauploads montasen honradas sucursales para captar clientes en su propio suelo?
Cambien en la hipótesis “secreto digital” por “secreto bancario”, “servidores piratas” por “bancos offshore”, “Internet” por “sistema financiero”. Cambien “Hollywood y Apple” por “los ciudadanos”. Cambien al FBI que detuvo al excéntrico Kim Dotcom en Nueva Zelanda por la resignada actitud con la que los gobiernos toleran los paraísos fiscales como si fuese un mal imposible de combatir, como un terremoto o una tormenta, como un castigo divino.
Si los paraísos fiscales existen, no es porque dios así lo quiso: es porque los gobiernos de los países ricos lo permiten. Si los gobiernos lo permiten, es porque interesa a las élites empresariales y financieras, en contra del 99% de los ciudadanos. Suiza, por ejemplo, limita al norte, al sur, al este y al oeste con la Unión Europea: la misma Europa que está escandalizada porque los griegos más ricos hayan movido 200.000 millones de euros hasta este paraíso fiscal. El dinero evadido equivale al 60% del PIB de Grecia: un 40% de toda su deuda pública. Evitarlo está en las manos de la UE. Es más fácil exprimir al resto de los griegos.
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